jueves, 5 de agosto de 2010

La vie en rose

Después de un mes y medio de "Rodríguez" en casa (ya que mis padres y mi hermana son de los que sostienen que en pleno mes de Agosto donde mejor se está es en la casa de la playa) hoy he decidido poner una lavadora. Sí, yo solita. Y no he llamado a mi madre para preguntarle cómo.

A pesar de que tengo un fondo de armario considerable, la ropa limpia se me acabó hace una semana. Como es lógico lo solventé yendo de rebajas con tal de postergar el momento Jabón de Marsella.

Hoy ya era inevitable. El cesto de la ropa me mira desafiante, escupiendo mangas y perneras que le chorrean por la comisura de su sucia boca. Decido acercarme a él con valentía y empiezo a hacerle regurgitar prendas. En algún lugar de mi mente recuerdo que no se deben mezclar colores fuertes con claros y clasifico la emesis en dos montones: los tonos pastel a un lado, los nocturnos al otro. Mierda, ¿esto es oscuro o claro?

La lavadora me observa con su cara de bostezo contínuo mientras la alimento de prendas negras, azul marino, marrón... arriesgo añadiendo rojo y gris. Meto en el tambor ropa interior cutre, por necesidad. Los encajes y culottes de guerra los dejo para cuando mi madre vuelva. Prefiero pasar vergüenza que perder la poca lencería decente que tengo.

Ahora jabón. El lavavajillas no se queja cuando lo pongo en marcha a pelo, pero probablemente los restos de comida resecos en la ropa no sean tan agradecidos de lavar como los de la porcelana. Miro en derredor: Jabón de Marsella, suavizante. Meto un cacito de cada uno en los correspondientes orificios de la máquina. Parece sencillo.

Cierro la puerta y me enfrento a los botoncitos y ruedas que deben poner en marcha el aparato. Hay 20 programas diferentes de lavado, pero mi santa madre ha hecho una marca con rotulador negro señalando el que debo usar. Benditos superpoderes. Estoy en racha.

Tengo constancia de que la lavadora tarda más de una hora en hacer la digestión. Son las 18:30. Me marcho a hacer unos recados y me pongo la alarma para recordar que si no saco la ropa a tiempo, quedará arrugada como un paquete de pasas y me tocara usar la plancha, ese gran desconocido. En Agosto y a 42ºC. Glurp.

Bajo al estanco, recargo el bonobús. Paso por el súper, compro mayonesa ya que en mi nevera tengo hecha ensaladilla rusa desde hace dos días y no puedo comérmela porque cuando ya estaba todo cocinado descubrí que no había mayonesa; minipunto para mi memoria. Me acerco a mi antiguo lugar de trabajo a recoger unas cosas. Llego a casa y me pongo a bloguear.

Noto que tengo hambre, miro el reloj. Son las 20:45. Bueno, no he merendado, pero para lo que falta mejor me espero a cenar...

¡Mierda, la lavadora!

Quito la ropa acartonada de las cuerdas de tender, la dejo sobre el sofá lo más extendida que puedo para que no se arrugue. Me dispongo a desentrañar el maléfico tambor, al menos huele bien.

Tiendo la ropa negra, azul marino y marrón.
Tiendo mis vaqueros rojos.
Tiendo mi sujetador rosa... espera, ¿desde cuándo tengo un sujetador rosa?

Malditos vaqueros rojos, ¿por qué destiñen ahora? ¡si los tengo más de un año, los he lavado trillones de veces!

En fin... ahora tengo una hermosa camiseta gris rosado, una camiseta azul marino con rayitas rosadas y una preciosa colección de cutrebragas rosas para alegrar esos días del mes.

No puedo esperar a que me venga el periodo para sentirme femenina. Qué entusiasmo.

Un vodka con naranja, por favor

Hace 6 meses mi vida se desmoronó por completo. Todo lo que creía verdadero, estable y eterno se desvaneció ante mis ojos de la noche a la mañana. Tenía un hermoso castillo en el que yo era la pricesa y mi príncipe pronto me haría reina, pero un mal día se llevó todas las ilusiones y borró mi reino del mapa. Simplemente se desvaneció, como si todo lo hubiera soñado.

...mentira.

Mi castillo era en verdad de una promoción VPO cutre con muchos errores de construcción, que se venía agrietando desde hace 3 años delante de mis narices. Yo me negaba a verlo y tapaba los "bujeros" de los muros con fotos de pareja, rellenaba las grietas con plastilina y tiraba p'alante con una sonrisa de quémaravillosaesmivida.

Como era de esperar, en los últimos 16 meses la obra se vino abajo por completo y el pasado Febrero ya no quedaban ni ruinas. Mi corazón habitaba un alegre descampado.

Ahora no tengo un castillo. Y no lo quiero (no hay príncipes en el horizonte y limpiar los torreones sola es un faenón). Habito una tienda de campaña la mar de acogedora, que me ha costado sudor y lágrimas levantar.

...también mentira.

Ni sudor, ni lágrimas. Lo que me ha costado es alcohol.

Al principio estaba tan destrozada por mi derrumbe que no veía más allá del polvo del escombro. A raíz de mi último cumpleaños decidí que necesitaba abandonar mi solar yermo si quería hacer algo con mi vida. Organicé una cena con mis hamijas y ellas me presentaron al responsable de mis lapsus de felicidad en mis periodos de desgracia: el Smirnoff con naranja.

Para ser exactos, reconstruirme ha costado la friolera de 50 borracheras, religiosamente contadas. Gracias a mi condición de parada, he podido embriagarme todos los fines de semana, puentes, jueves universitarios, miércoles Erasmus, festivos nacionales, fiestas regionales y días de guardar. Mi organismo metaboliza el alcohol que es un primor y nunca tengo resaca, así que todo me vale mientras quede noche por delante... y euros en la cartera.

Para que os hagáis una idea, yo necesito cuatro cubatas para salir del ostracismo y seis para ser mantener una conversación agradable con un desconocido. Con más de seis copas tengo una habilidad social que deja a Paris Hilton al nivel de las monjas de clausura, pero no es lo habitual.

Puede que suene miserable, pero la felicidad ociosa se paga muy cara. Al menos en mi caso.
Pongamos que cada borrachera ha requerido cinco copas, a una media de siete euros cada una.

5o borracheras x 5 copas x 7 euros = 1750 eurazos

1750 euros / 9 meses de comportamiento irresponsablemente etílico = 194 euros al mes

Y sin ingresos.

Luego la sociedad se cuestiona por qué los jóvenes hacemos botellón. Pues porque somos unos desgraciados y la felicidad en los locales nocturnos es más cara que en el maletero de mi coche.

El amor tal vez no tiene precio, pero el desamor a mí me sale muy caro.